José García Bryce

 

José García Bryce en su tablero de dibujo.

 

No sé cómo empezar este texto.

 

Escribir sobre José García Bryce, Pepe para todos los familiares y amigos, a pocas horas de su muerte, se sume en un galimatías de recuerdos, sentimientos y sobre todo tristeza, un alud de sensaciones que me hace difícil saber cómo empezar a hacer una justa semblanza de mi relación con él, una de las personas que siempre he sentido más cercanas a mí y a quien debo buena parte de lo que soy.

 

Ante todo, pensar en Pepe supone evocar a una persona que conjugaba virtudes y talentos que los peruanos hemos venido viendo desvanecerse frustrantemente las últimas décadas. Era todo lo contrario a lo que constituyen las personalidades que rigen en la actualidad nuestra vida personal, comunitaria, cívica, artística y política.  Porque era primordialmente un hombre modesto, cuyo recato atenuaba una sensibilidad y una inteligencia que me atrevo a decir consideraba virtudes que prefería pasaran desapercibidas. Esa modestia no lograba sin embargo opacar su calidad de gran señor, de un caballero que, no obstante su lucidez contemporánea, proyectaba una humildad, sapiencia y cordialidad que trasuntaban una exquisita inteligencia y un talento ponderado y riguroso.

 

San Jerónimo en su estudio – Antonello da Messina – 1475. Refleja el carácter dedicado, reservado, erudito y muy espiritual de la labor proyectual de José García Bryce.

 

Estos rasgos, tan infrecuentes lamentablemente en nuestra ciudadanía exitosa, particularmente en la que predomina en nuestra clase dirigente, le sobrevinieron a Pepe afortunadamente filtrados a través de los rigores de una alcurnia familiar donde también primaron la sencillez, la discreción, la laboriosidad y la afabilidad. Fueron sus padres y sus tíos los que, probablemente percatados de unas cualidades que surgieron en él desde pequeño, le inculcaron aquél carácter tan acuciosamente reflexivo y sensible que, gracias a la acogida que tuvo en el afecto familiar, lo indujo a adquirir desde muy joven la conciencia de una vocación, – la arquitectura – que se le impuso dócilmente a medida que fue adquiriendo conciencia de su pertenencia a una realidad afortunadamente tan enraizada en la conciencia de su propio entorno, como en la contundencia de su gradual descubrimiento de una universalidad que fue imperceptiblemente amalgamándose con un sentimiento de peruanidad muy contundente y sobrio.

 

Curiosamente, quizás por la integridad intelectual y moral que asomaba a través de su personalidad física, Pepe reflejaba estas singulares y proverbiales condiciones en sus maneras y apariencia. Tan ajeno a las prisas en el campo intelectual como en el físico, su presencia exudaba una parsimonia que lo ungía de un carácter sabio y afable, rasgos a los que contribuyeron siempre su precoz cabellera canosa y lo pausado de su andar y de su parlamento.

 

No puedo naturalmente dar cuenta del temperamento juvenil de Pepe. Soy diez años menor que él, de modo que recién lo conocí en la Facultad de Arquitectura de la universidad Nacional de Ingeniería, cuando él acababa de retornar de su posgrado en Francia y Alemania. Pero involucrados entre ambos por nuestro común interés por la enseñanza de la Historia de la Arquitectura, y en mi caso impactado por la docilidad de su sapiencia y su afectuosa deferencia hacia mi condición de un joven estudiante interesado en las humanidades, no tardó en desarrollarse entre nosotros una empática amistad, vínculo al que contribuyeron mi simultánea aproximación hacia algunos de sus colegas contemporáneos, principalmente Miguel Angel Llona, Guillermo Málaga y Carlos Williams, entre otros. Esta relación se fue gestando a medida que frecuentaba a Pepe tanto en las aulas, donde impartía cursos de Historia de la Arquitectura, como en los pasillos y la cafetería de la FAU de la UNI, donde los encuentros en él conjugaban siempre una erudición modesta pero impactante, con un sentido del humor que la edulcoraba finamente.

 


Casa en la que residió la familia García-Weinstein – 1952. Originalmente proyectada para unos tíos carnales suyos, terminó heredándola y ocupándola la mayor parte de su vida. En conjunto, permite apreciar claramente la versatilidad y erudición histórico arquitectónica que desplegó en todas sus obras, traducida a una dimensión moderna de una gran sobriedad y atractivo.

 

Gracias a él me decidí, tanto a optar por una Tesis de Bachillerato especulativa, a lo que me condujo mi naciente interés por los orígenes y actualidad del Movimiento Moderno. Igualmente, y como secuela de esa experiencia, opté por hacer mi Tesis de Grado sobre un tema que contenía una difícil implicancia histórico arquitectónica, como era la restauración y reforma del local de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos en el Parque Universitario, trabajo que él tuvo la gentileza de asesorar. Finalmente, y decidido a realizar mis estudios de postgrado en torno a la Teoría e Historia de la Arquitectura, me vinculó en 1962 con el Profesor italiano Enrico Tedeschi, docente radicado entonces en la Universidad de Tucumán, en Argentina, a quien Pepe había conocido a raíz de una invitación que Tedeschi le había hecho para fuera a Tucumán a dar unas conferencias. Me sugirió a Tedeschi porque le constaba que él había tenido igualmente como huésped en Tucumán al profesor anglo alemán Nikolaus Pevsner, una autoridad indiscutida entonces en el ámbito de la historia de la arquitectura – particularmente de sus orígenes modernos – radicado en Inglaterra y a quien Pepe me recomendó acudir para ver la posibilidad de que él me sirviera de tutor para desarrollar los estudios de Historia de la Arquitectura – principalmente Moderna – que más me interesaban. Acudí así a Nikolaus Pevsner, gracias a la presentación que me hizo Pepe, y pude llevar a cabo cinco años de estudios de postgrado bajo su ilustrada tutoría y las de André Chastel, en París y Carlo Argán, en Roma, posteriormente, ambas logradas a consecuencia de la generosa y convincente gestión que realizó Pepe.

 


Sitio Arqueológico de Pisac, Cusco. La imagen ilustra la concomitancia de la arquitectura de García Bryce con aquella muraria de la arquitectura prehispánica andina.

 

A mi vuelta al Perú, en 1967, fui de inmediato acogido por Pepe, entonces ya un profesor muy respetado en la FAU de la UNI, para que me incorporara a la docencia en dicha escuela, naturalmente con la finalidad de empezar a volcar allí los frutos de un entrenamiento a los que él me había conducido. Fuera entonces de ver con él las materias que nos unían académicamente en el ámbito histórico, me sentí muy ligado a su talante profesional, para entonces ya puesto de manifiesto brillantemente, tanto en las numerosas casas construidas en Miraflores a lo largo de los años cincuenta, como en el multifamiliar que realizó en la calle Álvarez Calderón de San Isidro, en 1963. Asociado, por mi parte, en 1967 con mis colegas y compañeros de estudios Antonio Graña y Eugenio Nicolini, por el hecho de que se daba una gran afinidad también entre ellos y Pepe, y entre los tres con su socio, Miguel Ángel Llona, accedieron a acogernos en su oficina en 1967. Compartí así con Pepe durante seis años un taller en el que me cupo el privilegio de verlo trabajar intensamente en los proyectos que tenía a su cargo. A la influencia que tuvo Pepe en mi formación universitaria y académica se añadió a lo largo de esos años la que devino de verlo cotidianamente producir obras excepcionales de principio a fin, siempre encapullado dentro su personalidad reservada y discreta.

 

Ocupaba, en un ángulo interior de su oficina, un tablero pequeño, de madera, sobriamente alumbrado por una lámpara metálica retráctil, y un típico banquillo circular de arquitecto. Allí desplegaba las innumerables hojas de papel mantequilla sobre las que trazaba, empleando una austera regla T, un par de manidas escuadras, un rústico escalímetro, unos lápices más bien duros y afilados y unos pocos tiralíneas a los que cargaba con tinta china las pocas veces que creía necesario emplearlos para realizar sus dibujos. Siempre prefirió el dibujo a lápiz, al que administraba con una precisión notable. De su presencia en el Estudio emanaba por ello el mismo aire de sapiencia, intimidad y silenciosa pasión creativa que se aprecia en el maravilloso San Jerónimo de Antonello da Messina, aquella escena cargada de un recogimiento intelectual que se expresa sobre todo en su representación arquitectónica y en la exquisitez de su elaborado mobiliario. Pepe, en efecto, tenía una especial sensibilidad por la madera, y con los años llegó a desarrollar un talento excepcional para manejarla constructivamente. Los detalles de sus ventanas (véanse las del multifamiliar de Álvarez Calderón, por ejemplo), de los minuciosos detalles con que resolvía los encuentros y las componentes arquitectónicas menores, como sus escaleras, pasamanos o bibliotecas. Indiscutiblemente, su obra maestra a este respecto fue el Anfiteatro del Centro Cívico de Lima, una obra que el grupo de arquitectos que ganó el concurso le encargó a Pepe, evidentemente en consideración a su talento para llevar a cabo proyectos culturales que, en este caso, suponían el diseño de una sillería y proscenios que demandaban un talante creativo muy sensible a la carpintería de madera elaborada. Desgraciadamente, el Anfiteatro quedó totalmente destruido el 5 de febrero de 1975, como consecuencia del Limazo, aquella sublevación popular, policial y militar que condujo al derrocamiento del gobierno de Velasco Alvarado y, muy lamentablemente, a la pérdida de una de las mayores joyas de la arquitectura peruana.

 


La Flagelación – Piero della Francesca – 1455. Esta composición demuestra claramente la manera como García Bryce empleaba su versación cultural para enriquecer su terminología arquitectónica.

 

La maestría de Pepe no estaba sin embargo constreñida al ámbito de la madera. Respondía en realidad a aquello que dijo tan inspiradamente Rafael Moneo en 1972:

 

“…la historia deviene en algo que puede ser integrado en nuestra búsqueda, con la gran ventaja de poder percibir hechos a la distancia que sin duda actúan como un filtro para clarificarlos.”

 

Multifamiliar en la calle Álvarez Calderón, San Isidro – 1963. El proyecto fue realizado después de que García Bryce retornara del período en el que estuvo en la universidad de Harvard, obteniendo su maestría. Su arquitectura demuestra que durante ese lapso conoció e internalizó la arquitectura de Paul Rudolf, entonces uno de los arquitectos más destacados de los Estados Unidos.

 

Porque indiscutiblemente Pepe se adelantó a su tiempo cuando, al igual que Moneo (pero inmerso en el atraso cultural peruano y a gran distancia de las innovaciones teóricas de la arquitectura de su tiempo) fue urdiendo una arquitectura preñada de historia, aunque siempre ajena a la mimética estilística y notoriamente comprometida con las circunstancias culturales y sociales de su propia época. Creo que el espíritu reflexivo que siempre se dio en Pepe le permitió hacer arquitectura como un ejercicio de continuidad cultural del cual la memoria no podía excluirse, traducida en un mundo imaginario en el que sus muchas dotes culturales (la melomanía, la literatura, la pintura, la escultura, la historia, la arqueología, el cine y la danza) operaban integralmente a efectos de transmutar en una obra construida el crisol de sus múltiples inquietudes creativas.

 

Otra instancia en la que tuve la fortuna de trabajar al alimón con Pepe fue en el encargo que recibimos en 1972, de parte del entonces Instituto Nacional de Cultura, para elaborar una relación de los edificios históricos que a nuestro criterio debían recibir por parte del Estado una cobertura legal que garantizara su preservación. Naturalmente, en esa tarea fue Pepe quien condujo la elaboración de la lista y el texto de la Resolución, lo que llevó a que el Estado Peruano asumiese su responsabilidad de proteger a nuestro ingente patrimonio arquitectónico (aunque en lo sucesivo tan importante responsabilidad haya sido ejercida con tan escaso interés). Puede decirse por tanto que en cierta forma Pepe fue el iniciador de una práctica oficial que, con todas sus imperfecciones, creó un manto protector para el legado arquitectónico y urbano peruano. Concluida esta tarea, se mantuvo siempre vinculado al Instituto de Cultura, respecto a todo cuanto pudiera facilitar el eficaz cumplimiento de una disposición que él había elaborado.

 

Coincidiendo nuevamente con el pensamiento de Rafael Moneo, su labor reflejó siempre rigurosamente la sentencia de Moneo que dice que

 

“….el verdadero teórico tiene que ser también que ser un practicante, porque solo el practicante conoce de las complejidades y limitaciones de la construcción.¨

 

En efecto, el arquitecto José García Bryce fue sobre un intérprete del arte de construir, un creador que, gracias a sus antecedentes familiares y a su rica formación profesional, llegó a internalizar en forma indivisible la noción de que la arquitectura constituía un oficio inseparable no solo de la memoria histórica, sino de la curiosidad y el apetito cultural. De allí que su obra contenga ejemplos eximios de esa complica da y deliciosa alquimia, ejemplos como la Capilla de San José de los Padres Oblatos, en La Victoria; la de Jesús Obrero, en Surquillo; o el auditorio del Colegio de Abogados, todos en Lima. O la exquisita restauración y reforma de la Casa Tristán, en Arequipa. O el edificio de la Catedral de Huacho, la obra que yo creo era la que más apreciaba y que indignamente ha sido gravemente deformada por su insensible Obispado.

 

Capilla San José, La Victoria – 1977.  Este proyecto le otorgó a José García Bryce el hexágono de oro, el premio más elevado que otorga el colegio de arquitectos del Perú.

 

No menos notable fue su obra en el ámbito de la vivienda económica y burguesa. Siendo en este género su obra más ambiciosa y notable el Conjunto Chabuca Granda, en el Rímac, realizó igualmente en Lima las exquisitas casas que proyectó para sus padres y sus tíos en San Isidro, en los años cincuenta. Ambos proyectos, quien sabe porque pudo realizarlos bajo el influjo de la libertad creativa que presuponían dos obras casi personales, desplegó allí una riqueza creativa sólidamente enraizada en sus creencias culturales, tanto en las históricas y arqueológicas peruanas, como en las universales. Ambas casas, aunque la encargada por sus padres luzca hoy alterada (aunque las modificaciones las realizara él mismo), constituyen un claro testimonio de su categoría profesional, espiritual y ética. En cierto modo, podría decir que la casa que hizo originalmente para sus tíos, y que él finalmente ocupó como heredero, transmite los mismos valores morales y sociales que lo identificaban personalmente: la sencillez, la discreción, la inteligencia compleja y educada, su civilidad.

 

Indiscutiblemente, sería imposible completar este testimonio personal de Pepe si no recalcara la importancia que tuvo para el la docencia. No sólo porque dedicó buena parte de su tiempo a lo largo de su vida a la enseñanza de la Historia de la Arquitectura, sino que a través de ella encontró posiblemente los momentos más gratos y estimulantes de su rica y sofisticada vida intelectual. No tengo duda que para Pepe hablar de un edificio histórico lo transportaba a un trance académico dentro del cual su único interés constituía lograr que sus alumnos compartieran su concepción intemporal de la belleza construida, y que entendieran que sólo a través de esa experiencia, la de poder internarse en el misterio de una edificación premeditada desde el fondo de una exigencia personal muy convencida, podía llegarse a tocar el sublime firmamento que a él te transmitía el goce arquitectónico.

 

Catedral de Huacho – 1970. La perspectiva realizada por el propio José García Bryce. Es el edificio en el que puso más empeño y el que posiblemente prefirió entre sus valiosa obra profesional.

 

Podría seguir escribiendo casi indefinidamente, porque estoy seguro que todos aquellos que tuvimos la fortuna de disfrutar de su simpatía, su bondad, su talento profesional, su señorío, su corrección y de su personalidad tan digna y completa, sabemos que nos legó una relación fraternal, amistosa y edificante que nos impulsará siempre a recordarlo y a reiterar su encanto y sus excepcionales cualidades.

 

Pero debo detenerme. Continuar me llevaría a sumirme en la tristeza de saber que mi mentor, maestro, amigo y colega admiradísimo no volverá a estar entre nosotros. Nos queda el recurso que él mismo supo cultivar con la clase y la contundencia que atribuyó siempre a las grandes razones: la de la memoria, aquella que nutrió a su arquitecturas y a la que ahora habremos de recurrir para poder sobrevivir a su ausencia.

 

Frederick Cooper–Llosa

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